¿Es posible hacer un remake adecuado de una película de Hitchcock? Primera parte
- Slavoj Žižek
- 10 ene
- 17 Min. de lectura
Actualizado: 24 ene

En cualquier gran librería estadounidense, es posible conseguir algunos volúmenes de la particular serie “Shakespeare Made Easy”(1993), o 'Shakespeare simplificado', editada por John Durband y publicada por Barron: una edición "bilingüe" de las obras de Shakespeare, con el inglés arcaico original en la página izquierda y la traducción al inglés contemporáneo común en la página derecha. La satisfacción obscena provista por la lectura de estos volúmenes reside en cómo lo que supone ser una simple traducción al inglés contemporáneo termina siendo mucho más: por norma, Durband intenta formular directamente, en palabras del día a día, (lo que él considera que es) la idea expuesta en la expresión metafórica de Shakespeare; acá, Ser o no ser, esa es la cuestión se vuelve algo como: Lo que me da vueltas ahora es: ¿debería matarme o no?. Mi idea es, por supuesto, que los remakes promedio de las películas de Hitchcock son exactamente como un “Hitchcock simplificado"; aunque la narrativa sea la misma, la "esencia", el encanto que suscita el carácter único de Hitchcock desaparece. Acá, sin embargo, se debería evitar el discurso cargado de jerga sobre el toque singular de Hitchcock, etc., y abordar la difícil tarea de especificar qué les da ese encanto único a las películas de Hitchcock.
O… ¿Qué tal si esa excepcionalidad es un mito?: el resultado de nuestra (de los espectadores) transferencia y elevación de Hitchcock a una “Persona que debe saber”. Lo que tengo en mente es la actitud de sobreinterpretación: todo en una película de Hitchcock debe tener un significado, no hay ningún imprevisto, de modo que, si algo no cuadra, no es culpa de él sino nuestra; simplemente no entendimos. Mientras veía “Psicosis”(1960) por veinteava vez, noté un detalle extraño durante la explicación final del psiquiatra: Lila (Vera Miles) lo escucha cautivada y asiente dos veces con profunda satisfacción, en lugar de verse perturbada por la confirmación final de la absurda muerte de su hermana; ¿habrá sido esto un traspié, o quería Hitchcock sugerir una extraña rivalidad y ambigüedad libidinal entre las hermanas? O en la escena de Marion conduciendo de noche en su escape de Phoenix: justo antes de llegar al Motel Bates, cuando escucha las voces imaginarias de su jefe y del millonario que compró la casa, furiosos por el engaño, su expresión ya no se ve angustiada; lo que percibimos es una extraña sonrisa maniática de profunda satisfacción perversa, una expresión que se asemeja tétricamente a la toma final de Norman-madre, justo antes de disolverse en la imagen del cráneo y luego del auto que sacan del barrizal. Así que, en cierta forma, incluso antes de conocerlo, Marion ya se convertía en Norman; una característica más que confirma este punto es que su expresión emerge cuando está escuchando las voces en su cabeza, de la misma forma que Norman en su última toma... O, el ejemplo por excelencia, la escena donde Marion se registra en el Motel Bates: mientras Norman le da la espalda, inspeccionando la hilera de llaves para las habitaciones, ella revisa alrededor suyo para hacerse una idea de qué ciudad listar como residencia, ve las palabras "Los Ángeles" como parte de un título en un diario y las escribe. Tenemos acá dos actitudes de duda que coinciden: mientras que Marion duda sobre qué ciudad anotar (qué mentira decir), Norman duda sobre la unidad en donde la va a poner (si es la uno, significa que va a poder observarla a través de agujero). Cuando, luego de un breve titubeo, ella le dice "Los Ángeles", Norman escoge y le entrega la llave de la unidad número uno. ¿Es su indecisión un mero signo de que estaba considerando su atractivo sexual y finalmente optó por seguir sus impulsos? ¿O es que quizá, a un nivel más profundo, detectó en su titubeo que estaba por decirle una mentira y entonces decidió contrarrestar la mentira con un acto ilegal propio, encontrando en su pequeño crimen una justificación para el suyo? (¿O tal vez en su lugar, al escuchar que era de L.A., habrá pensado que la chica siendo de una ciudad tan decadente supondría un blanco fácil?) Aunque Joseph Stefano, encargado de escribir el escenario, declare que los creadores sólo tenían en mente la atracción sexual creciente que Norman sentía por Marion, aún queda la sombra de una duda de que la confluencia de dos indecisiones no puede ser puramente al azar. A esto en teoría se le llama amor verdadero. Así que, siendo fiel a ese amor, declaro que en efecto existe una dimensión Hitchcockiana única.
El sinthome Hitchcockiano
Mi primera tesis es que esta dimensión única no debe buscarse en principio a nivel de contenido narrativo; su foco original está en otro lado. Y, ¿dónde sería eso? Déjenme empezar contrastando un par de escenas de dos películas no Hitchcockianas. En la aburrida y pretenciosa “Nada es para siempre”(1992) de Robert Redford, encontramos una escena memorable; de los dos hijos del pastor, estamos todo el tiempo conscientes de que el más joven (Brad Pitt) va camino a la autodestrucción, acercándose a la catástrofe debido a sus hábitos de apostador compulsivo, bebedor y mujeriego. Lo que mantiene a los hijos unidos al padre es la pesca con mosca en los ríos salvajes de Montana; estas expediciones de domingo son como un ritual familiar sagrado, un momento en el que las amenazas de la vida fuera de la familia se suspenden temporalmente. Así que cuando van de pesca por última vez, Pitt alcanza la perfección: el hábilmente atrapa el pez más grande que hayan visto. Sin embargo, el modo en el que procede se presenta con una sombra de amenaza constante (¿Aquel oscuro recodo del río donde avistó la gran trucha va a tragárselo? ¿Puede él reaparecer luego de caer en los rápidos?); nuevamente, es como si esta amenaza potencial anunciara la tragedia final, la cual ocurre poco tiempo después (a Pitt lo encuentran muerto, con los dedos rotos, a consecuencia de sus deudas de juego).

Lo que hace algo ordinaria a esta escena de “Nada es para siempre" es que la dimensión de peligro subyacente está directamente reinscripta en la línea argumental principal, como un dedo índice apuntando a la catástrofe final. En contraste, la excelente “Los muchachos del verano” (1979) de Peter Yates, una comedia dramática apacible sobre la llegada a la adultez de cuatro chicos de secundaria de Bloomington, Indiana, y el último verano antes de enfrentar las decisiones inexorables entre trabajo, universidad o ejército, resistió esta tentación. En una de las pequeñas secuencias memorables, Dave, uno de los chicos, participa con su bicicleta de carreras en un duelo contra un semitrailer por una ruta de alta velocidad. El efecto inquietante está ahí de la misma forma que en otro par de escenas que involucran el nadar en una mina abandonada, donde niños saltan a las aguas profundas y oscuras que esconden trozos de piedras afiladas bajo la superficie: Yates sugiere la posibilidad constante de una catástrofe repentina. Esperamos que ocurra un accidente terrible (que Dave termine destrozado bajo el camión, que uno de los chicos se ahogue en las aguas turbias o se tope con una de las piedras al lanzarse); no pasa nada, pero las alusiones a ello (la sombra del peligro evocada solo por la atmósfera general en la forma que se filmó la escena, no por medio de alguna referencia psicológica directa, como un sentimiento de incomodidad en los niños) hacen que los personajes se sientan particularmente vulnerables. Es como si estos indicios prepararan el terreno para el final de la película, donde descubrimos, por la leyenda en la pantalla, que, posteriormente, uno de ellos murió en Vietnam, otro tuvo un accidente diferente.
Esta tensión entre los dos niveles es donde quiero poner el foco: la brecha que separa la línea argumental explícita del difuso mensaje de advertencia insertado entre líneas en la narrativa.

Acá déjenme introducir un paralelismo con Richard Wagner (¿Acaso no es “El anillo en Nibelungo”(1876) de Wagner el MacGuffin más grande que haya existido?). En sus dos últimas óperas, se actúa el mismo gesto: hacia el final de “El ocaso de los dioses” (1876), el muerto Siegfried, cuando se le acerca Hagen para arrebatarle el anillo, levanta la mano amenazante; y hacia el final de “Parsifal”(1882), en medio de los lamentos de Amfortas y de su rechazo a llevar a cabo la revelación ritualista del Grial, su padre muerto, Titurel, milagrosamente levanta la mano también. Características así confirman el hecho de que Wagner era un Hitchcockiano avant la lettre: en las películas de Hitchcock, también encontramos una visual u otro motivo que insiste, imponiéndose a través de una compulsión inquietante y repitiéndose de una película a la otra, en contextos narrativos totalmente distintos. Es mejor conocido el motivo de lo que Freud llamaba Niederkommenlassen, "dejar(se) caer", con todos los matices de una caída melancólica y suicida; una persona que se aferra desesperadamente a la mano de otra: el saboteador nazi aferrándose a la mano del buen héroe estadounidense desde la antorcha de la Estatua de la Libertad en “Saboteador”(1942); en la confrontación final de La ventana indiscreta(1954), el cojo James Stewart colgando de la ventana, tratando de agarrar la mano de su perseguidor quien, en lugar de ayudarlo, intenta hacerlo caer; en “El hombre que sabía demasiado” (remake de 1955), en el soleado mercado de Casablanca, el moribundo agente occidental, vestido como árabe, extiende la mano hacia el inocente turista estadounidense (James Stewart) y lo atrae hacia sí mismo; el ladrón finalmente desenmascarado que se aferra a la mano de Cary Grant en “Para atrapar al ladrón” (1955); James Stewart aferrándose al conducto del techo y tratando desesperadamente de alcanzar la mano del policía que se extiende hacia él al principio de “Vértigo”(1958); Eva Marie Saint aferrándose a la mano de Cary Grant al borde del precipicio (con el salto inmediato a ella tomándole la mano en la litera del vagón-cama al final de “Intriga internacional”(1959). Mirando más de cerca, nos damos cuenta de que las películas de Hitchcock están llenas de motivos. Está el de un automóvil al borde de un precipicio en “La sospecha”(1941) y en “Intriga internacional”; en cada una de las dos películas, hay una escena con el mismo actor (Cary Grant) conduciendo un auto y acercándose peligrosamente a un precipicio; aunque las películas están separadas por casi 20 años, la escena está filmada de la misma manera, incluyendo un plano subjetivo del actor echando una mirada al precipicio. (En la última película de Hitchcock, “Trama macabra"(1976), este motivo estalla en una larga secuencia del auto bajando a toda velocidad por la colina, ya que los villanos habían manipulado los frenos). Está el motivo de la "mujer que sabe demasiado", inteligente y perceptiva, pero poco atractiva sexualmente, con anteojos, y que, de manera significativa, se parece o incluso es interpretada directamente por la hija de Hitchcock, Patricia: la hermana de Ruth Roman en “Pacto siniestro”(1951), Barbara del Geddes en “Vértigo”, Patricia Hitchcock en “Psicosis”, e incluso Ingrid Bergman antes de su despertar sexual en “Cuéntame tu vida”(1945). Está el motivo del cráneo momificado que aparece por primera vez en “Bajo el signo de Capricornio” (1949) y finalmente en Psicosis; en ambas ocasiones, aterroriza a la joven (Ingrid Bergman, Vera Miles) en la confrontación final. Está el motivo de una casa gótica con grandes escaleras, en la que el héroe sube por las escaleras hasta una habitación donde no hay nada, aunque previamente vio una silueta femenina en la ventana del primer piso: en “Vértigo”, es el enigmático episodio donde Scottie ve como una sombra en la ventana a Madeleine, quien luego desaparece inexplicablemente de la casa; en “Psicosis”, es la aparición de la sombra de la madre en la ventana. Nuevamente, cuerpos que aparecen de la nada y desaparecen de nuevo en el vacío. Además, el hecho de que en “Vértigo” este episodio permanezca sin explicación nos tienta a leerlo como una especie de futur anteriéur, como si ya apuntara a “Psicosis”: ¿no es la anciana recepcionista del hotel algún tipo de extraña condensación entre Norman Bates y su madre, es decir, el recepcionista (Norman) que es al mismo tiempo la anciana (madre), dando así de antemano la clave de su identidad, que es el gran misterio de “Psicosis”? “Vértigo” es de un interés especial, en la medida en que, en ella, el mismo sinthome de la espiral que nos atrae hacia su abismo profundo se repite y resuena en una multitud de niveles: primero como un motivo puramente formal, en la figura abstracta que emerge del primer plano del ojo en la secuencia de los créditos; luego como el rizo del cabello de Carlotta Valdes en su retrato, repetido en el corte de pelo de Madeleine; luego como el círculo abismal de la escalera en la torre de la iglesia; y, finalmente, en el famoso plano de 360 grados alrededor de Scottie y Judy-Madeleine, quienes se abrazan apasionadamente en la habitación del hotel deteriorada, durante el cual el fondo cambia a la estable de la Misión Juan Bautista y luego vuelve a la habitación del hotel; quizás este último plano ofrece la clave de la dimensión temporal de "Vértigo" – el bucle temporal autocontenido donde pasado y presente se condensan en los dos aspectos del mismo movimiento circular repetido infinitamente. Es esta resonancia múltiple de superficies la que genera esta densidad específica, la “profundidad" en la textura de la película.
Acá tenemos un conjunto de motivos (visuales, formales y materiales) que 'permanecen iguales' pasando por diferentes contextos de significado. ¿Cómo debemos interpretar estos gestos o motivos persistentes? Tenemos que resistir la tentación de tratarlos como arquetipos Jungianos con un significado profundo: la mano levantada en Wagner expresando la amenaza del muerto hacia los vivos; o la persona aferrándose a la mano de otra expresando la tensión entre la caída espiritual y la salvación. Acá estamos tratando con un nivel de signos materiales que resisten el significado y establecen conexiones que no están fundamentadas en estructuras narrativas simbólicas: simplemente se relacionan en una especie de resonancia pre-simbólica. No son significantes, ni las famosas manchas hitchcockianas, sino elementos de lo que, hace una o dos décadas, se habría llamado escritura cinematográfica, écriture. En los últimos años de su enseñanza, Jacques Lacan estableció la diferencia entre síntoma y sinthome: en contraste con el síntoma, que es un código para algún significado reprimido, el sinthome no tiene uno determinado; simplemente da cuerpo, en su patrón repetitivo, a alguna matriz elemental de jouissance, de disfrute excesivo; aunque los sinthome no tienen sentido, sí que irradian jouis-sens /goce-sentido/. Según Svetlana, la hija de Stalin, el último gesto de un Stalin moribundo, significativamente precedido por una mirada maligna, fue el mismo gesto que en las últimas óperas de Wagner, el gesto de levantar amenazadoramente la mano izquierda:
En lo que parecía el último momento, (Stalin) de repente abrió los ojos y lanzó una mirada a todos los presentes en la habitación. Era una mirada terrible, una demente o quizá enojada y llena de miedo a la muerte y a los rostros de doctores desconocidos inclinándose sobre él. Recorrió a todos en un segundo con ella. Entonces ocurrió algo enigmático y terrible que hasta este día no puedo olvidar ni entender. Él de repente levantó su mano izquierda como si estuviera señalando algo arriba y lanzando una maldición sobre todos nosotros. El gesto era incomprensible y estaba lleno de amenaza, y nadie pudo discernir a quién o a qué podría estar dirigido. Al momento siguiente, luego de un último esfuerzo, el espíritu se desprendió de la carne.
Entonces, ¿qué había significado este gesto? La respuesta hitchcockiana es: nada. Sin embargo, este nada no era un nada vacío, sino la plenitud de la inversión libidinal, una marca que daba cuerpo a un código de disfrute. Quizás, su equivalente más cercano en la pintura sean las manchas amplias que 'son' el cielo amarillo en las obras tardías de van Gogh o el agua o la hierba de Munch: esta “grandiosidad” inquietante no pertenece ni a la materialidad directa de las manchas de color ni a la materialidad de los objetos representados; habita en una especie de dominio espectral intermedio de lo que Schelling llamó geistige Körperlichkeit, la corporeidad espiritual. Desde la perspectiva Lacaniana, es fácil identificar esta 'corporeidad espiritual' como una jouissance materializada, 'jouissance que se convirtió en carne'. Los sinthome de Hitchcock no son, por lo tanto, meros patrones formales: ya condensan una cierta inversión libidinal. Como tal, determinaron su proceso creativo: Hitchcock no partió de la trama para traducirla en términos audiovisuales cinematográficos. En cambio, comenzó con un conjunto de motivos (generalmente visuales) que acosaban su imaginación y se imponían como sus sinthome; luego, construyó una narrativa que servía de pretexto para su uso. Estos sinthome proporcionan ese toque particular, esa densidad sustancial de la textura cinematográfica en las películas de Hitchcock: sin ellos, tendríamos una narrativa formal insípida. Así que toda la charla sobre Hitchcock siendo el 'maestro del suspenso', sobre sus tramas únicas y retorcidas, etc., pasa por alto la dimensión clave. Fredric Jameson dijo de Hemingway que elegía sus narrativas para poder escribir cierto tipo de frases (tensas, masculinas). Es lo mismo para Hitchcock: inventaba historias para poder grabar cierto tipo de escenas. Y, aunque los argumentos en sus películas ofrecen un comentario divertido y a menudo perceptivo de nuestros tiempos, es en sus sinthome donde Hitchcock vive para siempre. En ellos está la verdadera razón del porqué sus películas siguen funcionando como objetos de nuestro deseo.

El caso de la mirada ausente
La siguiente característica tiene que ver con el estado de la mirada. Los llamados Post-Teóricos (críticos cognitivistas de la teoría psicoanalítica del cine) suelen variar el motivo de cómo los autores de la "Teoría" se refieren a entidades míticas como la (con mayúscula) Mirada, entidades a las que no corresponden hechos empíricos y observables (como los espectadores reales del cine y su comportamiento). El título de uno de los ensayos en el volumen Post-Teoría es "El caso del espectador ausente". La Post-Teoría se apoya acá en la noción de sentido común del espectador (el sujeto que percibe la realidad cinematográfica en la pantalla, equipado con su predisposición emocional y cognitiva, etc.) y, dentro de esta simple oposición entre sujeto y objeto de la percepción cinematográfica, no hay, por supuesto, lugar para la mirada como el punto desde el cual el objeto observado "devuelve la mirada" y nos mira a nosotros, los espectadores. Por tanto, lo crucial para la noción lacaniana de la mirada es que implica la inversión de la relación entre sujeto y objeto: como lo expresa Lacan en su “Seminario XI”(1973), hay una antinomia entre el ojo y la mirada, es decir, la mirada está del lado del objeto, representa el punto ciego en el campo de lo visible desde el cual la imagen misma fotografía al espectador; o, como lo dice Lacan en su “Seminario I”(1954), cuya evocación inquietante de la escena central en “La ventana indiscreta” se sostiene en el hecho de que se celebró en el mismo año en que se rodó la película de Hitchcock (1954):
Puedo sentirme bajo la mirada de alguien cuyos ojos no puedo ver, ni tan siquiera distinguir. Todo lo que se necesita es algo que me indique que podría haber otros ahí. Esta ventana, si se oscurece un poco, y si tengo razones para pensar que hay alguien detrás de ella, es directamente una mirada.
¿No está esta noción de la mirada perfectamente representada por la escena ejemplar de Hitchcock en la que el sujeto se acerca a un objeto extraño y amenazante, generalmente una casa? Ahí encontramos la antinomia entre el ojo y la mirada en su forma más pura: el ojo del sujeto ve la casa, pero la casa, el objeto, parece de alguna manera devolverle la mirada. No es de extrañar, entonces, que los post-teóricos hablen de la "mirada ausente", quejándose de que la Mirada freudo-lacaniana es una entidad mítica que no se encuentra en la realidad de la experiencia del espectador: esta mirada efectivamente está ausente, su estatus es puramente fantasmático. A un nivel más fundamental, lo que estamos tratando acá es la positivización de una imposibilidad que da lugar al objeto-fetiche. Por ejemplo, ¿cómo es que la mirada-objeto se convierte en un fetiche? A través de la inversión Hegeliana desde la imposibilidad de ver el objeto, a un objeto que da cuerpo a esta misma imposibilidad: dado que el sujeto no puede ver el objeto de fascinación real directamente, este hace una especie de reflexión en sí mismo mediante la cual el objeto que lo fascina se convierte en la propia mirada. En este sentido (aunque no de manera completamente simétrica), la mirada y la voz son objetos "reflectivos", es decir, son objetos que dan cuerpo a una imposibilidad (en "matemas" lacanianos: un pi pequeño menos que cero). Precisamente en este sentido, en la fantasía propiamente dicha no es la escena en sí misma la que atrae nuestra fascinación, sino la mirada imaginada/inexistente que la observa, como la mirada imposible desde arriba por la que los antiguos aztecas trazaban gigantescas figuras de aves y animales en el suelo, o por la cual se formaron los detalles de las esculturas en el antiguo acueducto de Roma, aunque eran inobservables desde el suelo. En resumen, la escena fantasmática más elemental no es la de una secuencia fascinante que hemos de observar, sino la idea de que "hay alguien allá afuera mirándonos"; no es un sueño, sino la noción de que "somos los objetos en el sueño de otro". Milan Kundera, en “La lenteur”(1995), presenta como el signo definitivo del falso sexo pseudo-voluptuoso y aséptico de hoy en día a la pareja que finge hacer el amor analmente cerca de una piscina de hotel, a la vista de los huéspedes en las habitaciones de arriba, fingiendo gritos de placer pero sin lograr ni siquiera la penetración. A esto, él opone los juegos eróticos de la Francia del siglo XVIII, lentos, íntimos y galantes. ¿No ocurrió algo similar a la escena de "La lenteur" en la Camboya de los Jemeres Rojos? Acá, después de que muchas personas murieran por purgas y hambrunas, el régimen, ansioso por multiplicar la población, ordenó que el primer, décimo y vigésimo día de cada mes fueran para la copulación: por la noche, las parejas casadas (que de otro modo debían dormir en barracas separadas) podían dormir juntas y se les obligaba a hacer el amor. Su espacio privado era un cubículo pequeño aislado por una cortina de bambú semi-transparente; frente a la fila de esos cubículos, guardias de los Jemeres Rojos caminaban, verificando que las parejas estuvieran efectivamente copulando. Sabían que no hacer el amor se consideraba un acto de sabotaje a castigarse con severidad, y, por otro lado, después de una jornada laboral de catorce horas, por lo general estaban demasiado cansados para realmente tener sexo, así que fingían hacer el amor para engañar la atención de los guardias: hacían movimientos falsos y simulaban sonidos. ¿No es esto exactamente lo contrario a la experiencia de la juventud pre-permisiva de algunos de nosotros, cuando había que colarse en la habitación con la pareja y hacerlo lo más silenciosamente posible, para que los padres, si seguían despiertos, no sospecharan que se estaba teniendo sexo? ¿Qué pasaría si, entonces, tal espectáculo para la mirada del Otro es parte del acto sexual? ¿Y si, dado que no hay relación sexual, esto solo puede ser actuado para la mirada del Otro?

¿No muestra la tendencia reciente de los sitios web "-cam" que traen a la realidad la lógica de “The Truman Show”(1998) (en estos sitios, podemos seguir continuamente algún evento o lugar: la vida de una persona en su apartamento, la vista de una calle, etc.) esta misma necesidad urgente de la Mirada fantasmática del Otro como garantía del ser del sujeto? Existo solo en la medida en que me observan todo el tiempo...
(Algo similar a esto es el fenómeno, señalado por Claude Lefort, del televisor que está siempre encendido, incluso cuando nadie lo está mirando efectivamente; sirve como la garantía mínima de la existencia del vínculo social). La situación acá es, por lo tanto, la inversión trágico-cómica de la noción Benthamiana-Orwelliana de la sociedad panóptica en la que somos (potencialmente) "observados todo el tiempo" y no tenemos lugar para escondernos de la mirada omnipresente del Poder: acá, la ansiedad surge de la perspectiva de NO ser expuesto a la mirada del Otro todo el tiempo, de modo que el sujeto necesita la mirada de la cámara como una especie de garantía ontológica de su ser. En cuanto a esta paradoja de la mirada omnipresente, no hace mucho le ocurrió algo curioso a un amigo mío en Eslovenia: regresó a su oficina tarde en la noche para terminar algo del trabajo y, antes de encender la luz, observó en la oficina al otro lado del patio a una pareja copulando apasionadamente sobre la mesa; un gerente senior (casado) y su secretaria . En medio de su pasión, olvidaron que había un edificio al otro lado del patio, desde donde se los podía ver claramente, ya que su oficina estaba muy bien iluminada y no había cortinas en las grandes ventanas. Lo que hizo mi amigo fue llamar al teléfono de esta oficina y, cuando el gerente, pausando su actividad sexual brevemente, contestó el teléfono, él susurró ominosamente en el auricular: "¡Dios te está observando!". El pobre gerente colapsó y casi sufrió un infarto. La intervención de una voz tan traumática, que no puede ser localizada directamente en la realidad, es quizás lo más cerca que podemos llegar a la experiencia de lo Sublime.
Y Hitchcock es lo más inquietante y perturbador cuando nos involucra directamente con el punto de vista de esta mirada fantasmática externa. Uno de los procedimientos estándar de las películas de terror es la "resignificación" de la toma objetiva en una toma subjetiva (lo que el espectador percibe inicialmente como una toma objetiva, digamos, de una casa con una familia cenando, de repente, mediante marcadores codificados como el leve temblor de la cámara, la banda sonora "subjetivizada", etc., se revela como la toma subjetiva de un asesino acechando a sus posibles víctimas). Sin embargo, este procedimiento debe complementarse con su opuesto, la inversión inesperada de la toma subjetiva en una toma objetiva: en medio de una toma larga inequívocamente marcada como subjetiva, de repente el espectador se ve obligado a reconocer que no hay ningún sujeto posible dentro del espacio de la realidad diegética que pueda ocupar el punto de vista de esta toma. Así que acá no estamos tratando con la simple inversión de la toma objetiva en subjetiva, sino con la construcción de un lugar de subjetividad imposible, una que tiñe la misma objetividad con un sabor de maldad indescriptible y monstruosa. Se puede discernir acá toda una teología herética, identificando en secreto al propio Creador como el Diablo (lo cual ya era la tesis de la herejía cátara en la Francia del siglo XII). Los casos ideales de esta subjetividad imposible son la toma "subjetiva" sobre el rostro petrificado del detective moribundo Arbogast desde el punto de vista de la propia Cosa asesina en Psicosis, o, en “Los pájaros”(1963), la famosa toma de la ardiente Bodega Bay desde el punto de vista de Dios, que luego, con la entrada de los pájaros en el encuadre, se resignifica, se subjetiviza en el punto de vista de los propios agresores malignos.
Por Slavoj Žižek
Traducido por Nicole Incinga
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